El ecuentro fallido entre tres genios: Areco, Ramírez y Quiroga
El propio Lucas Braulio Areco cuenta la anécdota
En medio del ajetreo periodístico juvenil a fines de 1934, para ser más preciso, en diciembre de ese año, decidimos un día intentar la aventura de llegar hasta San Ignacio para "conocer" al huraño profeta de la selva, Horacio Quiroga. Después de un viaje tremendo de calor y polvareda por los viejos caminos de antaño, en un Vehículo no menos añoso, al filo del medio día y con un calor horno, llegamos a la silenciosa villa de las ruinas venerables. De allí a pie bajo el sol tremendo hasta la casa del escritor. Nos informaron que ocasionalmente podría encontrase allí pues viajaba últimamente con frecuencia a Buenos Aires.
Llegamos hasta el alambrado lindero de la propiedad, junto al camino rojo que ondulando va hacia el río, en permanente declinación. Arriba, la casa, "el albergue" del soñador del monte, el domador de emociones, buceador del misterio lugareño. Golpeamos las manos y nos recibió un intraquilizador ladrido de perros a la distancia. El sol nos calcinaba. Después de un momento apareció recortándose la silueta del hombre entre las altas palmeras. Era Quiroga, con su atuendo habitual: desnudo hasta la cintura, magro y tostado, viejos pantalones descoloridos que terminaban en barrosas botas. Un sombrero de paja a la cabeza, daba sombra al pálido y adusto semblante, más pálido aun por el recuadro de la poblada barba ya encanecida.
Nos contempló un momento y acalló a los perros. Sin alterar el gesto, con un leve ademán nos indicó que avanzáramos. Ramírez iba adelante. Yo lo seguía con nerviosa expectativa. Saludamos. El apenas movió la cabeza. Allí estaba el hombre. Habíamos tentado la aventura de verlo y lo conseguimos. Pero nos apabullaba su hosquedad y el silencio que enfriaba pese a la terrible temperatura.
Ramírez balbuceó una presentación: -venimos de Posadas, y queríamos conocerlo...
-Ajhá.
-Yo soy periodista y poeta, mi amigo también escribe, pinta, hace música...
Quiroga nos miraba con ojos profundos, fijos, como si no nos viera, sin embargo parecía ausente. No había pronunciado más que el asentimiento breve y cortante. Por fin murmuró con lentitud.
-Así que se vinieron de lejos para verme... Poeta... Músico... Bueno. Mal oficio eligieron... Y ahora se van porque estoy ocupado muchachos.
Me pareció que dulcificaba el semblante al terminar.
-Ya me conocieron... Buenos días.
Y dio vuelta caminando hacia los fondos del patio seguido por sus perros. Nosotros nos volvíamos simultáneamente y regresamos hasta el alambrado y de allí al camino que recorrimos de regreso a marchas forzadas. No comentamos, como si en íntimo convenido mutuo debíamos guardar la impresión para después. Y ello fue ante la mesa del hotel del pueblo, ante dos vasos llenos, alentadores. Estábamos rojos de tierra, sudorosos, cansados. Ramírez bebió primero y luego desató aquella sutil gracia del "otro lado" de su faceta sensible, en medio de fácil carcajada: -¡no se te ocurra contar este episodio a nadie... ¡qué grande! ¡qué lindo tema para un cuento absurdo! y reía regocijado como si los protagonistas no fuéramos nosotros. Hoy a la distancia la evocación tiene para mí un sabor imponderable.
Lucas B. Areco. Revista de cultura- agosto 1962.